El brillo filoso en la mirada. Los ojos raros, distintos, algo que nos identificaba. Un movimiento sutil. Un sonido conocido. Y la necesidad de sentirse menos solos. Los cuerpos entrelazados, y el calor vaporoso. Una mano sobre una pierna, un pie fuera de lugar. Tres cabezas, mezclándose. Quien era quien. Ese hombro de él debajo del brazo de ella y mi cuerpo pegado a su espalda. Ahora es todo una nebulosa de cuerpos rotando. La oleada de un perfume que descoloca. Un murmullo en la memoria, una respiración más fuerte. Y calambres en las piernas. La primera vez fue en verano, con el olor a pasto mojado de cuando el rocío aparece junto con la noche. Con el mar acunándonos y la juventud como escudo. La última el frío húmedo de una lluvia de otro continente se sentía en el estomago. La ciudad era otra, las personas también. La imagen que se armaba, sin embargo, era la misma. Las analogías de una y otra situación estarían de más. Por otro lado, la memoria siempre traiciona y confunde. Fui yo quien lo propuso o sólo me deje llevar. Nos escondimos bajo el alcohol o tomamos solamente conciencia. Sólo queda la tibieza de esos cuerpos junto al mío y la seguridad por un instante de que dos enormes dioses te protegen del mundo. Con sólo mirar a los ojos parece que nos encontramos, que esa oscuridad nos atrae. Oscuridad inmanente, oscuridad imán. Así, vamos por el mundo topándonos y los juegos se arman. Las cartas se desordenan en el mazo. Y la partida comienza. Las mentes se chocan, los cuerpos gozan y las trampas se tejen pacientes. Y yo caigo una y otra vez, vértigo, sacudón y el temblor que desestabiliza.